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News Reports on Transitional Justice in Peru

Marcado por la guerra

  • José Carlos Agüero ha roto un tabú. Fue hijo de senderistas y habla de ello en su libro Los Rendidos. Dice que los familiares de terroristas también ocupan un lugar entre los fantasmas que dejó la guerra interna y que merecen ser escuchados.

Texto: Juana Gallegos
Fotografía: Miguel Gutiérrez

Cuando le dijeron que su madre había muerto sintió alivio. Alcanzó el asiento trasero de un bus, se quitó los lentes de medida y allí, viendo una realidad borrosa, sintió que al fin podía descansar. El cuerpo de su madre, la senderista Silvia Solórzano, había sido encontrado tirado en una playa de Chorrillos con tres balazos en la espalda y un cartel que decía: “Así mueren los traidores”. Era 1992, José Carlos Agüero dejaba de ser un adolescente, tenía 17 años y le remordía la conciencia porque su madre había muerto y él sentía que se quitaba una mochila pesada.

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  • José Carlos Agüero ha roto un tabú. Fue hijo de senderistas y habla de ello en su libro Los Rendidos. Dice que los familiares de terroristas también ocupan un lugar entre los fantasmas que dejó la guerra interna y que merecen ser escuchados.

Texto: Juana Gallegos
Fotografía: Miguel Gutiérrez

Cuando le dijeron que su madre había muerto sintió alivio. Alcanzó el asiento trasero de un bus, se quitó los lentes de medida y allí, viendo una realidad borrosa, sintió que al fin podía descansar. El cuerpo de su madre, la senderista Silvia Solórzano, había sido encontrado tirado en una playa de Chorrillos con tres balazos en la espalda y un cartel que decía: “Así mueren los traidores”. Era 1992, José Carlos Agüero dejaba de ser un adolescente, tenía 17 años y le remordía la conciencia porque su madre había muerto y él sentía que se quitaba una mochila pesada.

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El autor en primer plano y en el fondo una fotografía de prisioneros senderistas trasladados al penal de El Frontón, donde murió su padre © La República
El autor en primer plano y en el fondo una fotografía de prisioneros senderistas trasladados al penal de El Frontón, donde murió su padre © La República
El autor en primer plano y en el fondo una fotografía de
prisioneros senderistas trasladados al penal de El Frontón,
donde murió su padre
© La República
¿Cómo no sentir culpa por esperar la muerte de quién amas?, pensó, pero no había tiempo para llorar. Lo habían educado sin sentimentalismos.

En ese entonces, el hoy historiador de 40 años no imaginó contar ese episodio de su vida a nadie. La historia de su familia era un tema tabú.

Sus padres habían sido militantes del grupo terrorista Sendero Luminoso y tan sólo mencionarlo lo convertía en un ser infectado, en un terruco más. Por eso, por muchos años, guardó silencio. Hasta hoy.

Agüero ha publicado un libro titulado Los rendidos. Sobre el don de perdonar (IEP, 2015) y es una suma de reflexiones y relatos cortos sobre lo que significó ser el “hijo de sus padres”.

Después de haber trabajado años como activista de derechos humanos y de colaborar con la Comisión de la Verdad, escuchando a las víctimas de la violencia, decidió que era el momento de contar lo que a él le tocó:

-Yo tenía una historia personal que nadie conocía, sólo mis familiares cercanos. Y hay mucha gente, hijos de senderistas, que nunca fueron militantes y que como yo guardan silencio porque entienden que su versión de la historia no será bien recibida.

José Carlos habla mientras toma un jugo de papaya y agrega, medio en broma, que sí, que felizmente aún conserva su trabajo en el Ministerio de Cultura.

Su libro es controversial y ha generado todo tipo de reacciones. Desde felicitaciones por su honestidad hasta insultos que han llegado directamente a la bandeja de su correo electrónico.

-Tal vez tienen razones por sentir miedo. Cualquiera que toca el tema de Sendero de una forma no tradicional les puede generar ansiedad y yo lo comprendo.

Hablar de Sendero Luminoso de forma “no tradicional” significa contar la historia del hijo de una pareja de fanáticos que creció creyendo, como cualquier niño, que lo que les decían sus padres era lo correcto hasta que de grande, ya con capacidad para criticarlos, se terminó desengañando.

EL PERDÓN

Agüero no tiene claro cuándo decidieron sus padres entregar su voluntad al grupo terrorista más letal de América Latina. Sólo recuerda que a los diez años, su casa era muy bulliciosa, siempre estaba llena de los amigos de sus papás, los “tíos” los llamaban él y sus hermanos.

Recuerda, además, que lo que más jalaba su atención eran aquellas plastilinas grandes, forradas con papel marrón, que guardaba su mamá y que le prohibía tocar. La curiosidad se mantuvo hasta que un día uno de sus tíos le enseñó a usarlas como insumo para armar un cartucho de dinamita. “¿Para qué se utilizaron esos cartuchos? No lo sé pero puedo presumir cómo fueron usados” (Los Rendidos, p.87), confiesa Juan Carlos.

Su madre no acabó la carrera de periodismo. Como tenía una especial llegada con la gente, se convirtió en líder barrial de Condevilla, un asentamiento humano de San Martín de Porres donde José Carlos pasó buena parte de su infancia. Tuvieron que mudarse tres veces de esa casa, porque su madre empezaba a ser perseguida por la Policía. Nunca intentó convencerlo de entrar al Partido:

– No me educaron para enrolarme a Sendero. Ella decía que estaban haciendo la guerra para que no la tuviéramos que hacer nosotros.

Su padre, Manuel Agüero, era un ingeniero metalúrgico de la Universidad Nacional de Ingeniería. Un tipo que usaba casacas de cuero y tenía una moto y que primero fue un importante dirigente sindical y que después fue uno de los principales cuadros de Sendero.

Seis años antes de que los militares ejecutaran a su madre, el padre de José Carlos cumplía pena por terrorismo en el penal de El Frontón. Murió ejecutado en aquel operativo que propició el gobierno de Alan García en 1986, en el que murieron 118 reclusos.

– Dudo que mi madre haya disparado alguna vez. Ella cumplía una función de apoyo en el partido, daba comida y cama, atendía a los heridos. Mi padre sí era un militante activo. Recuerdo una conversación. Hubo una persecución en Breña, él y sus compañeros querían secuestrar a alguien y les cayó la Policía. En ese enfrentamiento murió un efectivo. Yo no sé si el disparo lo dio mi padre.

Alguna vez José Carlos pidió perdón en nombre de sus progenitores y lo escribió por e-mail. No recuerda la fecha. Sólo las respuestas. La primera, la de una mujer, fue una respuesta cortés pero cortante: “No corresponde que pidas perdón en su nombre. Cariños”. La segunda fue algo como esto: “Tu padre y tu madre hicieron mucho daño a mi familia. Te pedimos por favor, que no te vuelvas a comunicar”. Sólo escribió dos correos. No volvió a pedir perdón.

“¿Los hijos tienen que cargar con los crímenes de sus padres?”, se pregunta José Carlos en uno de los pasajes del libro. No lo cree pero es inevitable el peso que ha heredado. Se responde:

“No sé cuál fue mi grado de complicidad. Quemé y transporté documentos, ayudé a preparar cartuchos. Todo lo hice porque mis padres me dijeron que era lo correcto pero al mismo tiempo, odiaba esa vida, poco a poco fui observando la miseria de ese partido y sus contradicciones. El horror de la violencia. El miedo. Pero sobre todo el miedo por mi familia porque podían matar a mis padres. (p.87)”

EL ESTIGMA

Frente a José Carlos se exhiben las fotografías de Yuyanapaq, la más grande muestra fotográfica de los años del terror que vivió el país. Él las mira en esta tarde de jueves. Lo confrontan cuerpos mutilados, rostros dolorosos, todo lo que precipitó Sendero.

– De todas las conversaciones que escuché en mi casa recuerdo una realmente infame. (Los senderistas) habían asesinado a María Elena Moyano, les escuché decir que qué bien que esté bien muerta, que era un obstáculo para el partido. Y eso me pareció miserable.

La lideresa vecinal fue asesinada salvajemente. Le dispararon en el pecho y en la cabeza, y luego dinamitaron su cuerpo. Era febrero de 1992. La madre de José Carlos moriría a los pocos meses y en setiembre capturarían a Abimael Guzmán.

Pudo haber sido este, el momento en el que José Carlos se desengañó. ¿Eran unos monstruos los seres a los que amaba? “Mis padres no fueron monstruos, tuvieron sus motivos para luchar, tenían ideales. Pero ¿Qué les dio derecho a mis padres y a sus camaradas de asesinar, disparar, quemar, romper, destruir?” (p.58) se pregunta.

– Creo que el perdón es un ejercicio personal. No es un deber, pero creo que ayuda a tender puentes entre los que piensan diferente.

Dice José Carlos, que también es poeta y escribió alguna vez: “Nadie sabe que es un monstruo hasta que se mira en el espejo”.

Publicado en La República, el 3 de mayo de 2015

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Los enigmas del perdón

El Instituto de Estudios Peruanos (IEP) vuelve a rendir un servicio inestimable a la comprensión de nuestra historia reciente, en su dimensión más trágica. Ha publicado el libro “Los Rendidos: Sobre el don de perdonar”, del historiador José Carlos Agüero.

En la primera página de esta suerte de compilación de fragmentos acerca de su propia experiencia, Agüero nos previene que “Da vueltas sobre diferentes dimensiones relacionadas con mi condición: ser hijo de padres que militaron en el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso y que murieron en ese trance, ejecutados extrajudicialmente.”

A diferencia del texto de Lurgio Gavilán, también publicado por el IEP, este es inquietante y perturbador. Mientras Gavilán, como bien nos hace observar Agüero, narra su testimonio desde una voz infantil tranquilizadora, estos relatos autobiográficos nos llevan a lugares oscuros que muchos hubiésemos preferido no frecuentar. Por ejemplo, a conocer más de cerca a esos militantes de Sendero, a los que resulta más cómodo estereotipar como perpetradores de una violencia salvaje. Que sin duda existió, como insiste, una y otra vez, el autor-hijo.

Porque lo que menos pretende es exculparlos. Su alegato va en contra de las miradas de superioridad moral y las visiones monolíticas, que nos impiden acercarnos a la comprensión de por qué pasó lo que pasó. Solo que no lo hace desde el escritorio del académico, ni tampoco nos ofrece tan solo un testimonio autobiográfico. Sus armas son la sinceridad y la empatía, la compasión y, la más poderosa de todas, el perdón: “Y más que un don, quizá deba ser entendido como una pérdida dolorosa, un difícil desprendimiento que es a su vez, un completarse en los demás. Pero no encuentro las palabras para decir esto”. Su padre fue ejecutado en la debelación del motín del Frontón, cuando Alan García era Presidente: “Prefiero perdonarlo también(…) Pero siento que también fue superado por sus miedos y limitaciones, que esa guerra fue demasiado para él, que perdió el alma en ese trance. Y cuando un hombre pierde su alma, todos de algún modo la perdemos con él.”

Por supuesto, Agüero pidió perdón a quienes pudieron verse afectados por la militancia de sus padres y las atrocidades cometidas por Sendero. Sin éxito. Los hijos, aprendió, heredan la culpa de sus padres. Ante esa evidencia maciza, opta por rendirse para poder reinventarse.

Rubén Merino, autor de un agudo colofón, señala enfáticamente que sería un error entender estos textos como una elaboración del trauma. A mí esa tácita prohibición me hace mirar en la dirección contraria a la que me señalan. No se puede reducir un libro, tan rico en cuestionamientos a verdades preconcebidas en los discursos académicos, a su dimensión psicológica. Pero sería un gran desperdicio no darse cuenta del valor extraordinario de este trabajo para comprender la complejidad del trauma generacional. Así como toda psicología individual es social, tal como lo explicó Freud en su Psicología de las Masas, la experiencia política no existe al margen de la subjetividad.

Publicado en La República el 4 de mayo de 2015