Por Wilfredo Ardito Vega *
8 de setiembre de 2012
Todos los años, cuando les pregunto a mis alumnos en la universidad durante qué gobierno se cometieron las mayores violaciones a los derechos humanos, me responden lo mismo: en el de Fujimori… y se quedan sorprendidos cuando se enteran que fue en el gobierno de Belaúnde.
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No hay que culparlos de su ignorancia. Mientras Fujimori está preso por su responsabilidad como autor mediato en diversos crímenes, Belaúnde es oficialmente recordado como un presidente democrático. Llevan su nombre una importante carretera en la selva, un auditorio del Congreso de la República y diversos colegios. En estos días, debido a que el 7 de octubre se cumple el centenario de su nacimiento, el Congreso ha convocado a un concurso escolar para celebrar su legado, además de programar un calendario de actividades protocolares.
Si algún estudiante (y al parecer algún congresista) quisiera saber más sobre Belaúnde, debería darse un salto por la majestuosa Casa Rímac, ubicada en el jirón Junín, precisamente frente a uno de los locales del Congreso. En este restaurado local se exhibe, en el marco de la I Bienal de Fotografía, la exposición No se Puede Mirar, que reúne cientos de imágenes que Vera Lentz captó durante los años del conflicto armado.
Las imágenes muestran con crudeza los crímenes que cometían los senderistas, pero también reflejan la extrema violencia que ejercían las fuerzas del orden sobre la población civil, especialmente sobre los campesinos ayacuchanos.
Por ejemplo, se expone fotos de la masacre de Soccos, en la cual un grupo de policías irrumpió en una celebración de pedida de mano y asesinó a decenas de personas inocentes. En una fotografía aparece el cuerpo de una campesina asesinada debido a que se atrevió a denunciar lo ocurrido.
¿Era Belaúnde responsable de estas atrocidades? Con seguridad, no dispuso que se cometieran estos crímenes, pero los autores se comportaron con tal ensañamiento que demostraron estar convencidos que no serían castigados. Años después, el gobierno se encargaría de dar protección legal a todos los militares acusados de violar los derechos humanos, convirtiendo torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales en simples “delitos de función” que implicaban penas mínimas.
Durante el gobierno de Belaúnde, las violaciones a los derechos humanos se produjeron de manera sistemática e indiscriminada. Ya desde 1981, los sinchis, el cuerpo especial de la policía, violaba a las mujeres (una fotografía de Vera Lentz muestra a una de las víctimas con su hija, ahora adolescente). En Huaychao, un grupo de pastores evangélicos, que predicaba que los senderistas seguían los mandatos del demonio, fue asesinado. En masacres como Putis, los campesinos fueron obligados a cavar su propia tumba, señalándoles que sería para una piscigranja. En Umasi, las víctimas fueron decenas de escolares secuestrados por los senderistas y los militares violaron a las niñas antes de matarlas. Gracias a la protección legal que otorgó el gobierno, todos estos crímenes están impunes.
“Súbitamente”, recuerda un amigo de Huanta “las señoras que llegaban los domingos a vender al mercado empezaron a llegar todas de negro. Así de niño comprendí que habían matado a sus familiares”.
El Perú tuvo durante el gobierno de Belaúnde, el trágico primer lugar en desaparecidos a nivel mundial, superando a Guatemala, Irán o China. Sin embargo, pese al clamor internacional, el democrático presidente se jactaba de que arrojaba “al tacho de basura” las cartas de Amnistía Internacional, hablando como si fuera un dictador irracional.
Resulta además interesante que en 1983, cuando se extienden las primeras noticias sobre violaciones masivas de derechos humanos en Ayacucho, se produce el famoso asesinato de los nueve periodistas y su guía en la comunidad de Uchuraccay. La muerte es atribuida a la confusión de los propios comuneros, que habrían pensado, por alguna extraña razón, que los periodistas eran terroristas, pero a raíz de este hecho, nunca más los periodistas se atrevieron a recorrer la zona. La masacre, por lo tanto, resultó funcional a una estrategia contrainsurgente que no quería testigos incómodos. Y aún para quienes se quedaban en las ciudades, la situación era arriesgada: Jaime Ayala, corresponsal de La República en Huanta, desapareció en las instalaciones militares de dicha ciudad.
En otra de las fotos de Vera Lentz se muestra una exposición fotográfica, realizada por la Municipalidad de Ayacucho con imágenes de los desaparecidos a los que sus familiares buscaban… La exposición fue realizada en 1985 y mostraba las fotos de las personas desaparecidas en los primeros meses de ese mismo año.
Con estos antecedentes, parece increíble que a mis alumnos les digan en sus casas que Belaúnde fue un gobernante débil, que no reaccionó con firmeza frente al terrorismo, pues, en su gran ingenuidad, habría confundido a los terroristas con abigeos.
A mi modo de ver, la imagen edulcorada de Belaúnde es parte de un proceso en que los peruanos tuvimos la intención evidente de olvidar el periodo de la violencia política, así como de reconstruir una manera de percibirla que no nos molestara.
Mi impresión es que después de la captura de Abimael Guzmán, líder del grupo terrorista Sendero Luminoso, la sociedad peruana hizo un pacto colectivo de olvido, para no pensar en lo que había ocurrido durante esos terribles años. Era comprensible que muchos limeños quisieran olvidar los crímenes cometidos por los senderistas, por todo el sufrimiento que habían causado. Hacia 1992 el Perú parecía un país inviable, donde no había futuro ni esperanza. Recuerdo que en 1994, a dos años de la mencionada captura, ya muchas personas hablaban de la “época del terrorismo” como si se refirieran al tiempo de los virreyes.
Sin embargo, ese pacto de olvido tenía muchos beneficiarios: en primer lugar, quienes cometieron crímenes desde el Estado. Se repitió que habían sido “necesarios para derrotar al terrorismo”, aunque ni Soccos, Umasi, Putis o las demás masacres de los años ochenta, ni las ejecuciones del Frontón ni los crímenes del Grupo Colina tuvieron ningún impacto en la derrota de los terroristas. Es más, las masacres de Ayacucho deslegitimaron totalmente al Estado, que se comportó como un sanguinario ejército de ocupación.
Otros grandes beneficiarios del pacto del olvido fueron los partidos políticos, comenzando por Acción Popular, que reivindica la gesta de su fundador como impulsor de la democracia en tiempos del General Odría. En aquellos años, Belaúnde era considerado revolucionario o hasta “comunista”. Curiosamente, pese a que sus dos gobiernos concluyeron en medio del más profundo descrédito, muchos jóvenes ahora creen que fueron gestiones exitosas.
Ahora bien, precisamente remontarse al primer gobierno nos permite comprender mejor las contradicciones de Belaúnde: en los años sesenta, los matsés o mayorunas, un grupo indígena en la selva amazónica, fueron bombardeados por la Fuerza Aérea como parte del proceso de colonización que Belaúnde impulsaba. ¿Cómo así se permitió este crimen? Yo creo que para Belaúnde los nativos amazónicos no eran ciudadanos peruanos o al menos no en la misma categoría que su aristocrático entorno familiar. Bajo esta misma lógica, Belaúnde pudo avalar la muerte de miles de campesinos, aunque no estuvieran involucrados en ningún hecho de violencia. Era el precio que había que pagar para garantizar que subsistiera el régimen democrático. De esta manera, el régimen de Belaúnde era en realidad un régimen dual, como lo fue el de Sudáfrica: democrático para unos, pero autoritario y violento para otros, cuya vida no valía nada, fueran mujeres, niños o ancianos.
Ahora bien, yo creo que el pacto del olvido es exitoso porque beneficia también a los cómplices de Belaúnde, es decir todos los peruanos que durante su gobierno guardaron silencio, prefirieron mirar a otro lado o fueron indiferentes frente a los crímenes… Cuando se insiste en que Belaúnde “no sabía nada”, es una forma de decir que uno “tampoco sabía”, lo cual en realidad resulta imposible.
Para un grupo de personas, inclusive, las noticias de la violencia, según revela Jorge Bruce, eran percibidas con una secreta satisfacción, porque los cholos se estaban matando entre ellos y, si desaparecían, podrían vivir en un país mejor.
Como sucede con los tabúes existentes en las familias, este pacto de silencio buscaba evitar confrontarse con situaciones dolorosas, que no solamente reflejan responsabilidades, sino también complicidades… y aunque los buenos limeños que prefieren olvidar los crímenes de Belaúnde no mataron a nadie, su complicidad encarna un problema que todavía existe: el racismo que les permitía pensar que la vida de sus compatriotas no valía nada.
Este racismo permitió que se cometieran crímenes tan terribles hacia quienes eran percibidos como inferiores. Con todo el horror cometido por las dictaduras en Argentina y Chile, éstas se caracterizaban por una política selectiva, donde se secuestraba y torturaba a las personas por sus ideas políticas. En los tiempos de Belaúnde simplemente se actuaba de manera indiscriminada, sin tomar en cuenta más que los rasgos físicos. Esto es lo que explica la muerte de bebés y niños pequeños, lo que ni siquiera hacían los militares argentinos, pero sí los nazis. De hecho, los militares ni siquiera podían entender a muchas de las víctimas, porque no hablaban quechua.
Existe un dato adicional: las mismas masacres indiscriminadas que se produjeron en Ayacucho ocurrieron en aquellos años lejos del Perú, en Guatemala, con el mismo ensañamiento y crueldad. ¿Por qué en Ayacucho y el Quiché dos ejércitos diferentes llevaron a cabo la misma táctica de “tierra arrasada”?
Al parecer, existía una coincidencia porque el ejército guatemalteco y el peruano seguían los lineamientos de la Escuela de las Américas, a lo cual se suma el terrible racismo que existía en los dos países.
Años después, Fujimori terminaría siendo víctima de su propio discurso autoritario, y el mismo quiso considerarse representante de la “mano dura”, mientras Belaúnde pasaba al olvido. En el fondo, la percepción de Belaúnde es un poco la percepción que tenemos de nosotros mismos: es mejor pasar por un ignorante que por cómplice de un genocidio.
Este año, el 7 de octubre, centenario del nacimiento de Belaúnde, será una fecha crucial para ubicarnos frente al pacto del olvido y la impunidad. En mi opinión, exigir justicia para las víctimas de su gobierno es una obligación de quienes queremos una sociedad mejor. Para ello la sociedad peruana tendría que aprender a ser menos racista, tendría que ver a los campesinos como seres humanos y tendría que aceptar que su sufrimiento no es aceptable. ¿Será posible que lleguemos a tanto?
* Abogado y escritor peruano. Activista en derechos humanos y en la lucha contra el racismo en el Perú. Magister en Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Doctor en Derecho. Profesor en diversas universidades. Ha trabajado con población indígena en Guatemala y Perú. Autor de la novela El Nuevo Mundo de Almudena, de diversos libros sobre racismo y discriminación, así como del blog Reflexiones Peruanas. Este artículo fue originalmente publicado en la revista Manicomio Suyay, que dirige Juio Martín Meza Díaz.