Por Steven Levitsky
Si el presidente Humala decide indultar a Alberto Fujimori sin evidencia creíble de un cáncer terminal, será un indulto no consensuado, un acto rechazado por un sector importante de la sociedad. Quizás el caso latinoamericano más parecido es Argentina, donde Jorge Videla y otros generales condenados por violaciones de derechos humanos fueron indultados por Carlos Menem en 1990.
En Argentina, el impacto del indulto fue limitado. Ninguna fuerza política se benefició directamente de ello (no existía un partido pro Videla), y como tema político fue opacado por la crisis hiperinflacionaria que sufría el país. Aunque más de 60% de la población rechazó el indulto, el apoyo público generado por la estabilización económica ayudó a reducir el costo político para Menem.
El impacto del indulto argentino también fue limitado porque las fuerzas pro derechos humanos ya habían ganado la batalla por la memoria colectiva. Gracias, en parte, a la Comisión de los Desaparecidos y los juicios de 1985, se generó un consenso social que los militares habían cometido crímenes atroces y que nunca más debían volver al poder. El consenso de “nunca más” era tan fuerte que los generales indultados nunca fueron liberados en la práctica: no podían salir a la calle sin ser insultados, escupidos o atacados. Sin mucha legitimidad, los indultos de Menem fueron anulados el 2007.
En Perú, las consecuencias de un indulto no consensuado podrían ser mayores. Sin la distracción de una crisis hiperinflacionaria, el indulto se convertiría en el eje del debate político por mucho tiempo. Si Conga marcó el primer año de Humala, un indulto marcaría el segundo.
Para el gobierno, el costo político sería alto. Aunque algunas encuestas muestran que una mayoría apoyaría un indulto, sospecho que hay una asimetría en cuanto a la intensidad de las preferencias. Solo los fujimoristas, un grupo ruidoso pero minoritario, lo apoyarán con intensidad. Para la mayoría de los encuestados que apruebe la medida, no será un tema transcendente. No afectará su voto en el 2016. Los oponentes al indulto responderían con mayor intensidad, con serias consecuencias para Humala. Casi todos votaron por Humala en el 2011. Algunos ya lo abandonaron, pero otros –incluyendo mucha gente del centro y centroizquierda que votó por Humala por ser el mal menor en la segunda vuelta– no han pasado plenamente a la oposición. Estos votantes antifujimoristas no aguantarían el indulto. Jamás volverían a votar por un candidato (o candidata) humalista. Para Humala, entonces, un indulto ganaría el aprecio (aunque no los votos) del fujimorismo, pero sería el tiro de gracia para su alianza con los anti-fujimoristas. Sumando la pérdida del centro antifujimorista con la pérdida de muchos votos radicales en el interior, el humalismo quedaría casi en nada. Cualquier posibilidad electoral que tenía Nadine estaría sepultada.
Pero el humalismo no sería la única fuerza afectada políticamente por el indulto. Aunque generaría mucho entusiasmo en el fujimorismo, la liberación de Fujimori podría debilitar y hasta destruir el movimiento. La lucha en defensa de Fujimori ha sido el principal sostén del fujimorismo. La sensación de persecución política después del 2001 ayudó a unificar y movilizar un movimiento moribundo. Fortaleció la identidad y mística fujimorista, abriendo la posibilidad de su consolidación como partido. La liberación de Fujimori abortaría este proceso. El fujimorismo perdería su principal bandera y razón de ser. Su líder, en vez de ser un “preso político” en camino al martirio, se convertiría en un mero mortal político, envejeciendo.
La liberación de Fujimori también pondría en peligro el proceso de renovación iniciado por su hija. Keiko buscaba transformar el movimiento en un partido de verdad, ubicado más en el centro y distanciado de su pasado. La vuelta de Alberto minaría este proceso renovador. Aun si no vuelve a la vida política activa, su presencia reforzaría la línea más ortodoxa y personalista del movimiento. Sin bandera de lucha, y con su líder mítico convertido en carne y hueso, el fujimorismo terminaría como el odriismo, un partido personalista, anclado al pasado, que no dura mucho más que su fundador.
Más importante que los costos políticos son los costos democráticos. A diferencia de Argentina, no existe un consenso en el Perú sobre el pasado. Las fuerzas pro derechos humanos no han ganado la batalla por la memoria colectiva. De hecho, sus esfuerzos han sido fuertemente resistidos. Doce años después de la caída de Fujimori, no existe ningún consenso de “nunca más”. Según Aldo Mariátegui, el indulto se justifica (entre otras razones) porque “si ponemos en la balanza a Fujimori, detectamos que sus activos políticos superan a sus inmensos pasivos políticos” y porque “ya fue suficiente castigo y humillación para un ex presidente haber sido condenado públicamente y haber sufrido ya varios años en cautiverio”. (En otras palabras, haber hecho cosas positivas y ser un ex presidente justifica un trato especial ante la ley). Lejos de “nunca más,” entonces, una parte importante de la sociedad está todavía dispuesta a aceptar un gobierno autoritario, corrupto y violador de derechos humanos si sus activos superan sus pasivos.
Un indulto no consensuado reforzaría este actitud de “puede ser” ante el autoritarismo, debilitando aún más la idea de nunca más. Una democracia se consolida cuando la gran parte de la sociedad rechaza –y castiga– el abuso autoritario, bajo toda circunstancia. Mientras haya gente dispuesta a tolerar y justificar crímenes cometidos por gobiernos cuyos “pasivos superan a sus activos”, la democracia –y el estado de derecho– seguiría siendo débil.
Publicado en La República, el 28 de octubre de 2012