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News Reports on Transitional Justice in Peru

Nuestros ahogados, por Patricia del Río

  • Muchos provincianos salieron solos adelante y se tuvieron que tragar su historia de supervivencia.

Por Patricia del Río

La imagen de un niño sirio intentado escapar del horror de la violencia en su país avergonzó al mundo entero. Su polo rojo, sus zapatillitas, su cuerpo que podía ser levantado con la mano de un fornido policía turco eran el cuadro perfecto de la indiferencia. De la indolencia de una sociedad cada vez más individualista, por una sociedad carcomida por estilos de vida competitivos, en que el otro y sus necesidades suponen una amenaza para nuestro bienestar. La situación es tan irracional y ridícula que, de acuerdo con cálculos de Oxfam, para el 2016 el 1% más rico del mundo tendrá más plata que el 99% restante.

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"Yuyanapaq", muestra acerca de la violencia que vivió el país © El Comercio
"Yuyanapaq", muestra acerca de la violencia que vivió el país © El Comercio
“Yuyanapaq”, muestra acerca de la violencia
que vivió el país
© El Comercio
Aylan Kurdi pertenecía a la parte más pobre de ese 99% para el cual el mundo no está diseñado. Su historia, y su imagen, ha desatado una ola de solidaridad sin precedentes. Gente de todos los continentes ha tratado de entender el conflicto en un país que hasta hace poco les resultaba ajeno y han ofrecido sus hogares para acogerlos. En el Perú no se han hecho esperar las voces solidarias de quienes quieren colaborar con esta tragedia. “Que los traigan”, se escucha opinar a personas de buen corazón en la radio. “Donde comen cuatro comen cinco” se ofrece un hombre de voz seria.

Y, de pronto, mientras uno va manejando y escuchando todas esas muestras de sensibilidad, un niño toca la ventana. Está sucio, tendrá la edad de Aylan y camina entre los autos sin que nadie lo mire. Va pidiendo una propina, hace una pirueta en el cruce peatonal, y nadie lo mira. Y ahí mismo, y de pronto, resulta imposible recordar que en el Perú tuvimos nuestra propia guerra. Una de la que hasta hoy nadie quiere hablar. Una que según datos de la CVR, arrancó de sus hogares a más de medio millón de personas que tuvieron que abandonar su vida tal cual la conocían para irse a vivir a ciudades donde nadie los esperaba. Para irse a encaramar en cerros, bajo esteras, con lo que tenían puesto y enfrentar absolutamente solos la indolencia de un país que no tenía tiempo ni recursos para atenderlos. Solo por poner un ejemplo aterrador, según datos de Carlos Iván Degregori, Ayacucho es el único lugar del Perú cuyo número de habitantes disminuyó entre 1981 y 1993. En áreas rurales, la curva demográfica cayó en un 23,3%.

Hoy muchos de esos peruanos a los que los desalojaban de terrenos invadidos, a los que les enrejaron playas y parques para mantenerlos lejos como si fueran una chusma, a los que mirábamos con recelo porque creíamos “terrucos” ya no necesitan la ayuda de nadie. Salieron solos adelante y se tuvieron que tragar su historia de supervivencia sin que nadie se detuviera a escucharlos. Sin que nadie se atreviera a acogerlos. Sin que nadie les ofreciera un plato de comida.

En el sexto piso del Ministerio de Cultura está todavía montada la muestra fotográfica “Yuyanapaq”, que retrata en crudas imágenes de lo que fueron los años de violencia terrorista en nuestro país. En una de las paredes color cemento está la foto de una familia completa que mira desde lo alto la ciudad de la que huye. Hay neblina. Hay una cajita de cartón. Hay, si mi recuerdo no falla, un padre, una madre, una niña, un niño. Ahí está nuestro Aylan. Ese al que hasta el día de hoy no nos atrevemos a mirar, ni de reojo. Para no morirnos de la vergüenza.

Publicado por El Comercio, el 10 de septiembre de 2015

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Empatía

Por Eduardo Dargent (*)

Esta semana en Huamanga el Ministerio Público entregó a sus familiares los restos de 65 ciudadanos asesinados durante el periodo de violencia política. Las imágenes son poderosas. Un largo cortejo de ataúdes blancos, familiares que esperaban este día desde hace décadas. Sus historias muestran tanto la insania del totalitarismo senderista como los abusos de un Estado que trató a parte de sus ciudadanos como desechables. En estos años se han recuperado cerca de 3,000 cuerpos en fosas clandestinas, e identificado y entregado a sus familias alrededor de 1,500. Faltan miles más.

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Esta historia, sin embargo, fue largamente ignorada por los medios y la ciudadanía en general. Salvo excepciones, los deudos no tuvieron espacio en la esfera pública. Los titulares de la semana se los llevaron el ministro gritón y el entornillado de la FIFA. Ningún político les dedicó siquiera unas palabras.

No puedo decir que me sorprendan estos silencios. Pero sí deben seguir indignándonos. En Argentina una abuela de mayo recupera a su nieto y es notica varias semanas. Aquí enterramos a decenas de compatriotas y los ignoramos. ¿Qué nivel de indolencia, de ausencia de empatía, es necesario para que tantos muertos pesen tan poco?

Además de ser un acto de justicia, estos eventos tienen un enorme potencial de docencia democrática. Estas historias podrían enseñar a aquellos que piden mano dura frente a todo fenómeno y despotrican contra los derechos humanos que la incapacidad del Estado para distinguir entre inocentes y culpables es una buena razón para valorar y reforzar la legalidad. Varias historias muestran cómo el Estado en tiempos democráticos mantuvo formas de actuación propias de un Estado autoritario, indicando que las transiciones políticas solo raspan la superficie de formas arraigadas de exclusión y abuso en una sociedad desigual. Nos recuerdan, además, en qué medida el Senderismo fue un proyecto de moledores de carne que debe avergonzar a los pocos que hoy simpatizan con ese totalitarismo de manual. Todo eso se pudo decir, y no se dijo.

Podríamos quedarnos con la nota pesimista, pero déjenme darle otra mirada al asunto que sirva de reconocimiento a quienes, al perseverar buscando justicia, sí hacen docencia democrática. Si tomamos en cuenta las condiciones del conflicto peruano y sus legados, no es poco lo que se ha avanzado. Las víctimas del conflicto fueron en su mayoría de sectores rurales. Sus familiares fueron desplazados, amenazados y carecían de recursos para actuar como un grupo de presión frente al Estado. La sociedad civil que los apoya fue y es relativamente débil. El Poder Judicial y Ministerio Público no solo son débiles, sino que por años fueron controlados por gobiernos que buscaron impunidad. Y el poder de las Fuerzas Armadas fue (y es) alto, especialmente durante años clave para recoger información. Para colmo, no existe un partido político fuerte que haga suyas las demandas de los familiares de desaparecidos.

Todo apuntaba a que la búsqueda de justicia sería cuesta arriba. Y sin embargo, gracias a que se aprovecharon ciertas oportunidades (la transición que permitió la CVR), las redes de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, el compromiso de algunas autoridades y, especialmente, la perseverancia de los familiares, se ha avanzado. No lo suficiente, pero tampoco lo minimicemos. El reto es lograr que otros nos compremos esta lucha. Quizá esas nuevas clases medias, hijas de los migrantes de la violencia, tengan la sensibilidad y empatía que nos han faltado.

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Eduardo Dargent
Eduardo Dargent

Eduardo Dargent (*)

Profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP. Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Texas en Austin, máster en filosofía política de la Universidad de York, Reino Unido. Sus temas de investigación son la política de las políticas públicas, economía política y partidos. En el 2009 publicó Demócratas Precarios (IEP).

 

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Publicado en La República el 1° de Noviembre de 2014

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Paltry results from Peru’s truth commission

Huancavelica, Peru

For almost a quarter-century, they have scoured the mountains of Peru’s poorest region in search of the son hauled away by soldiers in the middle of the night. During their futile search, the couple found 70 clandestine burial sites and unearthed three dozen bodies.

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Foto archivo
Foto archivo
After Javier and two school chums were taken, they wrote the local military commander, who denied knowing anything. They wrote the Roman Catholic Church, the Congress and three successive presidents. But none answered Alejandro Crispin and his wife, Alicia.

“How is it possible that no one is in jail for ‘disappearing’ one’s child?” asked Crispin, who at 69 is equal parts exhausted, bewildered and indignant. “How is it possible that the killers of innocents remain free?”

The couple’s odyssey lays bare Peru’s failure to address the unhealed wounds of thousands of families, most of them poor, Quechua-speaking peasants, who were the principal victims of the country’s 1980-2000 conflict between Maoist Shining Path guerrillas and the government.

About 70,000 people died, more than half slain by rebels and more than a third by security forces, according to estimates by a Truth and Reconciliation Commission of respected academics.

Ten years after the commission issued its recommendations, few have been heeded: No state agency exists dedicated to finding and cataloging the bodies of the estimated 15,000 people forcibly disappeared in the conflict. Researchers blame most of the disappearances on security forces.

Few human rights abusers have been prosecuted. And fewer than 2 in 5 of the 78,000 relatives of people killed who applied for reparations received them, getting less than $4,000 each.

The truth commission was able to document 24,692 deaths – 44 percent by state security agents and 37 percent by the Shining Path, with the other killers undetermined. A relatively low percentage of deaths in the conflict occurred in actual combat, leading to complaints by rights activists of meager prosecutions of war criminals.

Only 68 state security agents have been convicted of war crimes, while 134 – mostly soldiers – have been acquitted, said Jo-Marie Burt, a George Mason University political scientist who studies the conflict.

Publicado en SF Gate el 3 de setiembre de 2013