Juicio por el caso Los Cabitos. Crónicas de las audiencias en Ayacucho (II) *
por Jo-Marie Burt y María Rodríguez
Por segunda vez en lo que va del juicio oral del caso Los Cabitos (1983), la Sala Penal Nacional recogió las declaraciones de testigos en la ciudad de Huamanga entre el 21 y el 24 de agosto. En cuatro días de audiencias públicas, 32 testigos —entre sobrevivientes, familiares de víctimas, y testigos de los crímenes que están siendo judicializados— narraron diversos episodios de desaparición forzada, ejecución extrajudicial, y tortura sufridos dentro de las instalaciones del cuartel Los Cabitos y la prolongada y casi siempre inútil búsqueda de justicia desde hace casi 30 años.
Los testimonios fueron desgarradores e intensos. A pesar del tiempo transcurrido los testigos compartieron recuerdos detallados que han marcado sus vidas para siempre. Algunos habían dado su testimonio ante la CVR, sin embargo, para otros era la primera vez que se acercaban al Estado a contar su historia. Así, hemos logrado encontrar puntos coincidentes sobre el modo de operaciones del Ejército en cuanto a las detenciones y desapariciones forzadas ocurridas en Huamanga en el año 1983 que son una prueba más de lo que realmente significó el cuartel Los Cabitos en Ayacucho durante el Conflicto Armado Interno.
Vale la pena mencionar que el juicio en el caso Los Cabitos comenzó en mayo de 2011. Es un caso complejo. Se trata de establecer la responsabilidad penal de los altos mandos militares responsables de los abusos que ocurrieron en el cuartel Los Cabitos, que fue el centro operativo del Comando Político-Militar (CPM) de Ayacucho desde de fines de 1982. No está encausado ningún autor material, pues resulta casi imposible identificar quien cometió los crímenes individuales. En este juicio, enfocado sólo en el año 1983, siete oficiales militares están procesados, acusados de cometer crímenes contra la humanidad, detención arbitraria y retención ilegal de un detenido, vejaciones, secuestro agravado, tratos humillantes, lesiones agravadas y desaparición forzada. Sólo dos de ellos estuvieron presentes en las audiencias de Huamanga: el Teniente Coronel (r) Edgar Paz Avendaño, ex-jefe de la “Casa Rosada”, y Humberto Orbegozo Talavera, ex-jefe del cuartel Los Cabitos. Cuatro de los militares implicados en este caso fueron eximidos de asistir por motivos de su avanzada edad y/o estado de salud: Carlos Briceño Zevallos, Julio Coronel Carbajal D’Angelo, Carlos Millones D’Estefano, y Roberto Saldaña Vásquez. El séptimo acusado, Arturo Moreno Alcántara, se encuentra prófugo, supuestamente en Chile.
La crónica siguiente se basa en estos cuatro días de audiencia presenciadas por las autoras.
Detenciones selectivas, detenciones fortuitas
La mayor cantidad de las detenciones en el año 1983 se dieron irrumpiendo de forma violenta en los hogares de Huamanga, en horas de la noche y la madrugada, sin duda aprovechando el toque de queda impuesto por el Comando Político Militar entre las 8 de la noche y las 6 de la mañana. Los testigos describieron con detalle cómo militares, a veces en combinación con las fuerzas policiales, con uniformes de color verde claro y verde olivo, botas negras, armas largas y encapuchados, ingresaban a las viviendas y en medio de insultos, gritos y golpes, entraban a las habitaciones y se llevaban detenidos sin dar mayor razón ni explicación a las familias. Ante las preguntas de las esposas, los hijos, los padres sobre por qué los llevaban: ‘Porque son terrucos’, respondían, acompañado de algún insulto, pero nada más. Algunas veces eran detenciones selectivas, pues los militares llegaban a las casas buscando a una persona en particular, de nombre y apellido, o a veces sólo con el sobrenombre del “camarada”. En algunos casos se llevaron a varios miembros de una misma familia el mismo día o en diversas oportunidades.
Otros testigos narraron como fueron detenidos en las calles, porque pasaron cerca a un lugar donde hubo una explosión y los vieron corriendo, huyendo del atentado y sus consecuencias. Uno de los declarantes manifestó que caminaba por donde se encontraban algunos militares y cuando le pidieron sus documentos, al ver que era estudiante, fue detenido. “Tuve la mala suerte de sacar el carnet universitario que indicaba que era estudiante de educación,” dijo. “A los ojos de los militares, ser universitario era sinónimo de ser terrorista.”
También hubieron testimonios de y sobre personas que fueron detenidas siendo menores de edad, adolescentes, hombres y mujeres, entre los 14 y 17 años -algunos desaparecidos hasta ahora-, aun cuando llevaban puesto el uniforme escolar, fueron maltratados y vejados en Los Cabitos con la misma severidad e indolencia. Era un contexto donde la edad y el sexo fueron irrelevantes.
Los métodos de inteligencia
Un aspecto de la estrategia contrasubversiva en esa época que se hace evidente a luz de los testimonios es el deficiente servicio de inteligencia militar en la búsqueda de subversivos y su incapacidad de diferenciarlos de la población civil. Todos eran considerados sospechosos, más aún si eran docentes, comerciantes o estudiantes universitarios. Lo que cuentan los testimoniantes, es que la práctica común era torturar a todo sospechoso y observar su comportamiento. Quienes se quebraban fácilmente no eran considerados terroristas. Por ello en este juicio hay varias personas que pasaron por el circuito de torturas al interior del cuartel Los Cabitos pero luego fueron liberados.
En algunos casos, la detención de personas se debía a que otro detenido lo señalaba como terrorista. En las audiencias, hubo tres casos en la que el detenido fue confrontado con su sindicador dentro del cuartel Los Cabitos; en cada caso el sindicador retractó su acusación al ver a la persona. En el caso de Víctor Luis, en ese momento estudiante universitario de 23 años, el joven fue detenido y golpeado, practicaron simulacro de asesinato con él, y luego lo torturaron con la “colgadura”. Fue confrontado con su acusador, quien no pudo identificarlo. El militar encargado le increpó enérgicamente al sindicador al darse cuenta que no conocía al joven: “Por qué mientes, cómo dices que lo conoces,” le dijo el militar. “Tú estas tirando dedo a personas que no conoces, que no están involucradas”. Seguidamente golpeó y pateó al sindicador, y eventualmente soltaron al joven. Nos pareció sorprendente esta historia pues en estos años las Fuerzas del Orden operaron de la misma manera, en base a acusaciones y rumores y suposiciones, para desbaratar a las organizaciones subversivas. Todos eran considerados ‘terrucos’ hasta que se demostrara lo contrario, causando un miedo generalizado en la población.
Las torturas y los torturadores
Los testimonios comprueban que el cuartel Los Cabitos no sólo fue un centro de detención, sino que fue principalmente un centro de torturas. Si bien los testigos relataron que estuvieron la mayor parte del tiempo, encapuchados y atados de manos, ellos han logrado identificar ambientes especiales para ambas situaciones. Las detenciones duraban 15 días aproximadamente, siendo depositados en reducidas covachas con techos de calamina, donde tenían que permanecer sentados casi sin poder moverse, en medio de la pampa del cuartel; otros fueron ubicados en ambientes más amplios donde cabían mayor cantidad de personas (lo sentían por el calor humano), siempre en condiciones infrahumanas de vivienda y alimentación.
Los testigos narraron que las torturas eran sufridas en horas de la noche, a partir de las 10 u 11. Sentían que hacían cola para ser torturados y oían gemidos y gritos de hombres y mujeres. Al principio, las torturas consistían en golpes, patadas y puñetes en el estómago, la cabeza, la espalda. Algunas veces eran desnudados completamente, otras sólo el torso o quedaban en ropa interior. Luego, dependiendo quizás del nivel de sospecha o para medir la resistencia del detenido o detenida, se realizaban tres tipos de tortura: el colgamiento, el ahogamiento o submarino y la electricidad, en noches diferentes y espaciadas prudentemente para que la víctima se recuperase de las lesiones sufridas.
Durante las torturas, el interrogatorio era muchas veces impreciso: pedían a los detenidos nombres de terroristas, participantes de los atentados, dónde estaban las armas, buscaban que confiesen que eran tal o cual ‘camarada’, preguntaban quién era Edith Lagos o Abimael Guzmán. La generalidad de las preguntas hace pensar que los militares no tenían mayor claridad sobre quiénes eran ni a quiénes buscaban.
Un aspecto importante de los testimonios es la coincidencia al momento de describir a los torturadores. Por las voces, casi todos los testigos lograron identificar que eran entre tres y cuatro, con un acento costeño diferente al de “los cabitos” –como suelen describir a los soldados— que los cuidaban durante el día, quienes tenían un acento más provinciano o del oriente. En algunos casos, al momento de la tortura, los captores quitaban la capucha al detenido y en ese momento los testigos lograban ver los rostros de sus agresores, o por lo menos al que estaba más cerca. Eran de contextura gruesa y altos, dos de ellos ‘blancones’ y otro de tez trigueña con bigotes. Este último al parecer era el encargado de las torturas y a quien la mayoría de los testigos logró identificar con más claridad.
El silencio cómplice de las instituciones del Estado
La indolencia e inoperancia de las autoridades civiles y militares en este período es abrumador. Ha sido desgarrador no sólo escuchar el daño físico y sicológico que se hacía a otro ser humano, sino también el calvario de los familiares que buscaban a sus seres queridos en todas las instancias donde podían estar detenidos: la PIP (Policía de Investigaciones del Perú), la Comisaría, la Comandancia y el cuartel Los Cabitos. En todos ellos casi siempre negaron la presencia de sus familiares, fueron echados, insultados y tildados de terroristas. Eran en su mayoría mujeres, madres o hermanas que iban con sus niños en brazos, llorando desconsoladamente porque no encontraban respuesta sobre su ser querido. En algunos casos, sin embargo, los testigos relataron que algunos de los soldados se compadecieron y les hicieron llegar noticias de los detenidos. Sin embargo no necesariamente lograron encontrar a la persona identificada.
Las instituciones de justicia como la Fiscalía y el Poder Judicial también estuvieron ausentes. En algunos casos denunciaron los hechos ante estas instancias, pero casi siempre era letra muerta, pues nunca lograron que se abriera una investigación o un proceso para averiguar dónde estaban sus familiares. En otros casos no lo hicieron por las amenazas o porque se calculaba que no tendría ningún resultado. Por ejemplo, los testigos sobrevivientes de torturas contaron que al ser liberados fueron obligados a firmar cuadernos donde aseguraban que no habían sufrido ningún tipo de tortura o que se comprometían a no hablar, lo que acrecentó el temor a denunciar. Así mismo, el sentido común de muchos ex detenidos les hacía ver que la denuncia era inútil, pues “cómo se iba a denunciar a quien lo había retenido”. El temor y la desconfianza hacia el Estado en todas sus instancias, era generalizado. Había una impunidad institucionalizada, y el poder militar fue un poder autoritario y abusivo que había desarrollado niveles altísimos de deshumanización y desprecio por la vida.
La defensa militar
Es particularmente interesante analizar las intervenciones de la defensa de los militares, que busca probar que Ayacucho vivía una situación social tan convulsionada que cualquiera podía ser miembro de Sendero Luminoso. La defensa pregunta a los testigos en cuanto tiempo retomaron sus estudios y trabajos después de haber sido torturados en Cabitos, como si dicho tiempo determinara la gravedad de las torturas; hacen preguntas a las víctimas sobre si hicieron las denuncias luego de ser liberadas, como si el Poder Judicial funcionara de manera normal y no existiera un miedo generalizado en la población. Preguntan si había música a la hora de las sesiones de tortura; tal vez para argumentar que los altos mandos no escucharon los gritos humanos provenientes de las salas de torturas. Buscan banalizar los testimonios, minimizar el daño causado, justificar la reacción de las fuerzas del orden pues se vivía una época de terrorismo, bombas y atentados.
Las secuelas
Casi todos los testigos lloraron mientras narraban sus historias; algunos mostraron las cicatrices físicas y psicológicas de lo vivido. Algunos fundaron ANFASEP (Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos) para continuar la búsqueda de sus familiares desaparecidos, mientras que los reaparecidos continuaron con sus vidas estudiando, trabajando, conviviendo con la violencia y buscando como sobreponerse al recuerdo de lo vivido.
A pesar de que el miedo es la secuela más notoria entre quienes dieron su testimonio, es destacable la valentía de estas personas, de relatar sus historias de horror frente a un juzgado en una audiencia pública y frente a los militares acusados como autores mediatos. Por ejemplo, Sergio, quien fue acusado de ser causante de una explosión de una cisterna cerca a su casa, cuando fue detenido sólo tenía 16 años. A pesar de su edad, fue torturado en Cabitos: Fue colgado por los brazos y luego duramente golpeado; otra noche lo sumergieron en un pozo de agua; finalmente le aplicaron la picana (electricidad). “¿Quiénes son los compañeros?” me preguntaron. “Das nombres y te vas a tu casa,” le dijeron, pero no sabía de que hablaban.
Durante una de las sesiones de tortura, le sacaron la capucha. “Vi con mis ojos a una niña de más o menos 16 años,” dijo. “No la conocía. Vi que violaron a la niña”. El mismo militar que lo había torturado era quien había violado a la niña. Días después, Sergio fue llevado junto con unos veinte detenidos a Infiernillo, un botadero donde los militares habrían echado a los muertos. Obligaron a todos arrodillarse al pie de la quebrada. No veía nada excepto el piso pues estaba encapuchado. “Sin preguntar metieron bala a uno y cayó a la pista. Lo pude sentir. Ahí sí preguntaron, vas a hablar! Groserías dijeron. Pero no hablaba nadie. Boom. Boom. Iban matando a las personas uno por uno. Uno a mi ladito cayó”. Aunque tuvo la venda en los ojos pude ver su cuerpo en el piso. Al final, Sergio y cuatro personas más volvieron con vida al cuartel. Cuando fue liberado, estuvo postrado en una cama por dos años recuperándose de las lesiones, pues como él mismo relató, “quedé destrozado”.
Es destacable también la historia de la familia de unos panaderos, quienes perdieron a dos de sus hermanos cuando los sinchis irrumpieron en su negocio, el 3 de setiembre y el 15 de diciembre de 1983 para secuestrar y desaparecer a sus hermanos César y Celestino. El testimonio de la hermana fue estremecedor, más aún cuando contó que años después en Rancha encontraron el buzo verde y el polo azul que Celestino llevó la madrugada que los militares lo sacaron de su habitación, mientras preguntaba “jefe, por qué a mí”. Quiso ponerse su reloj y recoger su Libreta Electoral, pero le dijeron “ya no es necesario”. Su familia veló las prendas esa noche.
Asimismo, la denuncia y testimonio de la hija, hermana y cuñada de Eladio Quispe Mendoza, desaparecido en noviembre de 1983. Los testimonios se dieron en Lima y Ayacucho, y demuestran que el terror y la impunidad prevalecieron en Ayacucho durante muchos años. Guadalupe Ccollacunto, la esposa de Eladio, quien se encargó de buscar a su esposo desaparecido y se convirtió en una importante miembro de ANFASEP, fue también desaparecida en la madrugada del 10 de junio de 1990, día de la segunda vuelta electoral entre Vargas Llosa y Fujimori, de la misma manera cobarde e impune: militares irrumpieron en su casa en horas de la madrugada, la llevaron, y nunca mas fue vista. La historia de la hija de Eladio y Guadalupe es aún más sorprendente y demuestra la valentía de las familias al momento de buscar respuestas sobre el paraderos de sus seres queridos, pues en audiencia pública en Lima, contó que cuando cumplió la mayoría de edad y asumió el caso de sus padres, descubrió que en el libro Muerte en el Pentagonito se hizo mención a su padre. Con esta información busco y logró entrevistarse varias veces con Jesús Sosa Saavedra, apodado ‘Kerosene’ y cuyo testimonio fue recogido en el libro mencionado. El admitió haber matado a su padre Eladio Quispe Mendoza, y haber destrozado su cadáver años después cuando le ordenaron desaparecer las evidencias de los años anteriores.
Después de oír los testimonios de los sobrevivientes de la tortura en Los Cabitos, después de escuchar los dolorosos testimonios de las esposas, hermanas y hermanos, padres y madres, que salieron en búsqueda de sus seres queridos y hasta ahora no encuentran respuesta, uno queda mudo por el espanto. Pero el proceso judicial obliga a narrar lo vivido, lo sufrido, obliga a contar las experiencias para encontrar y castigar a los culpables. Aún el juicio por el caso Los Cabitos tiene mucho por recorrer, faltan muchos testigos más, incluso habrá una nueva ronda de audiencias en Huamanga, probablemente antes de fin de año. En una siguiente entrega haremos otra crónica del horror que fue Los Cabitos.
Para ver la primera crónica sobre las audiencias en Ayacucho relacionadas con el caso Los Cabitos, haga clic aquí
Originalmente publicado en Noticias SER, 29 de agosto de 2012